La pianista Martha Argerich brilló la noche del viernes en el Teatro Colón al dar inicio al festival musical que lleva su nombre con una gala que arrancó con el bellísimo Concierto para piano y orquesta en sol mayor del compositor francés Maurice Ravel.
Acompañada por la Filarmónica de Buenos Aires bajo la dirección de Charles Dutoit, que fuera pareja y compañero musical de Argerich en innumerables aventuras musicales, la pianista argentina logró momentos de estallada belleza en una interpretación sólida, profunda y sin amaneramientos para una obra que Ravel (1875-1937) escribió en su etapa adulta, estrenó en París en 1932 y es una de las más valiosas de su repertorio.
Escrita entre 1929 y 1931 después de un exitoso viaje de Ravel por América del Norte, el Concierto para piano en sol mayor, trasluce en su primer movimiento el contacto que el creador de El Bolero estableció en Estados Unidos con el jazz y con Gershwin a través de figuras que visitan a la distancia sonoridades de la música nacida en Nueva Orleáns y que exigen del piano no sólo una destreza superior (el propio Ravel no se atrevió a tocarla en vivo y dejó en manos de la pianista Marguerite Long su estreno) sino que propone al mismo tiempo un lirismo desbordante, aunque siempre contenido.
El punto culminante es quizá el comienzo leve, introspectivo y misterioso del piano en el segundo movimiento (Adagio assai), probablemente uno de los grandes momentos de la literatura pianística del siglo 20, donde Argerich expresó una madurez conceptual inaudita, materializando una sonoridad pura y seca pero rebosante de significancias afectivas, unas leves añoranzas que algo recuerdan del mejor Erik Satie y que la pianista transitó con una cercanía abrumadora, en una de las máximas expresiones que puede tener ese fragmento musical en la actualidad.
Pasando luego al Presto (tercer movimiento), alegre, ágil y carismático, donde ya no quedan recuerdos de la sonoridad jazzística que asomó de a momentos en el primer movimiento y donde piano y orquesta se mueven en otras tradiciones en un entrelazamiento siempre vibrante, aunque suelto y gracioso que parece tallado en una orfebrería pentagramática perfecta.
Con esa deliciosa apertura del Festival, la pianista argentina se despidió del escenario, aunque antes del entreacto de la gala se dio el lujo de volver para tocar a cuatro manos una pieza con su nieto de 11 años, que se presentó en el proscenio del máximo coliseo argentino con una camiseta de la Selección Argentina con el 10 en la espalda, vestido como una pequeña estrella de rock.
Si la primera parte de la gala estuvo bajo el influjo de la figura carismática y absorbente de Argerich, en la segunda, en la que la Filarmónica acometió la inigualable Sinfonía Fantástica de Hector Berlioz (1803-1869), dejó de manifiesto la estatura gigante y el inconmensurable talento del director de orquesta suizo Charles Dutoit.
Obra programática del primer romanticismo, la Sinfonía Fantástica, escrita en 1830, relata las turbulencias de un amor no correspondido y engarza, con atrapantes cadencias e impensadas propuestas interpretativas, un universo sonoro insospechado bajo un concepto musical de una modernidad que podría llegar a asustar.
Son tantas las sonoridades de los distintos instrumentos que convoca y pone en juego la escritura de Berlioz que aun cuando uno haya escuchado esta sinfonía cientos de veces en reproducciones discográficas, nada puede igualar el milagro de presenciar esta maravilla en vivo, con los instrumentos sonando sin amplificaciones ante uno en la gran sala de un teatro.
Aquí, el pulso maestro de Dutoit, consiguió darle al conjunto toda la luminosidad, el destello y hasta la furia propias del texto musical pero, al mismo tiempo, sin cargar las tintas excesivamente, evitando hacerlo descarrilar pero conduciéndolo al borde del abismo que imaginó Berlioz para mantenerlo en un territorio mágico pero posible.
La belleza insondable del segundo movimiento titulado Un baile, y que constituye efectivamente una pieza bailable de punta a punta que impulsa el cuerpo hacia el movimiento y abarca quizás todas las expresiones posibles del vals y los destellos extraños que hacen síntesis perfecta en el cuarto y quinto movimientos (Marcha del suplicio y Sueño de una noche de sabat), creciendo hacia un final glorioso y metafísico, constituyeron momentos inolvidables de una gala que quedará en el recuerdo de todos los que asistieron la noche del viernes al Colón.