Enrique Pinti murió a las 3.40. El humorista de 82 años estaba internado en el sanatorio Otamendi y, en las últimas horas, desde su entorno dieron a conocer que volvió a tener complicaciones de salud, por lo que pidieron una cadena de oración. El empresario teatral Carlos Rottemberg confirmó la triste noticia a LA NACION. “Muchos lo lamentamos y estamos tristes”, dijo.
Su sonrisa no era sólo para la foto o la morisqueta. Era marca de libriano. Necesitaba saberse querido. Y era imposible no hacerlo. Sin dudas, Enrique Pinti fue y será uno de los artistas más queridos no sólo para el medio artístico sino para el gran público. Con su partida se va una marca, una forma única y personal de hacer espectáculos, una mirada cáustica y acusadora sobre la sociedad que contenía la erudición del lector compulsivo y del observador minucioso; pero también parte el tipo que no le negaba el saludo a nadie, que allí estaba para hablar hasta por los codos con quien sea, el hombre inmenso que necesitaba siempre un abrazo. Porque el cariño del púbico y de sus pares era su alimento. “¿Por qué no tengo redes sociales? Porque si alguien me dice ‘gordo de mierda’ me deprimo un día entero”, comentaba este gran libriano sensible. Hoy el país lo llora.
Afectado por la diabetes y, tal vez, la depresión, Enrique Pinti fue internado el sábado en el sanatorio Otamendi por una descompensación. La pandemia, la soledad, el aislamiento obligatorio, no poder salir a cenar, a ver espectáculos, es probable que influyeran en el ánimo del artista. Sin embargo, su voz no dejó de escucharse: hasta fines del año pasado, opinó sobre los 20 años del corralito y, entre otras intervenciones, dejó claro no creer demasiado en el talento de L-Gante. Durante 2020, realizó tres shows por streaming, Un año para olvidar, junto con Marcelo Polino, desde el living de su casa, donde hablaban de chimentos y actualidad, con su mirada feroz sobre la Argentina. “Yo quiero estar bien, lo mejor que pueda dentro de esto. Si el asunto es no salir, no tengo problema. La mayoría de la gente se deprime con el encierro, a mí no me importa. Yo me quedo acá, veo películas, tengo todo”, dijo en agosto de 2020, después de 150 días de no salir de su casa.
Fue uno de los precursores del café concert, capaz de sostener en escena larguísimos monólogos dichos a una velocidad sorprendente y absolutamente comprensibles al oído, dúctil para el music hall y las comedias musicales, creativo incansable, explorador de la realidad y un prócer en eso de sacarle la careta a la sociedad. En sus obras el espectador quedaba expuesto ante su propia responsabilidad e idiotez como ciudadano. Fue el único que tan solo por su nombre llenó durante nueve años el teatro Liceo con su famosa Salsa criolla, logrando que la esquina de Paraná y Rivadavia para muchos sea “la esquina de Pinti”.
Enrique no fue sólo un gran actor y humorista sino también un gran escritor. En 1969 comenzó a hacer guiones para programas televivivos como La Botica del Ángel, Casino y La Luna de Canela, entre muchos otros. Su primera obra teatral como autor fue La tartamuda (1970), dirigida por Luis Fischer Quintana, a la que llamó desquicios musicales con ritmo de ametralladora”, en la que ya intentaba jugar de manera irónica y satírica con temas como la masculinidad y el psicoanálisis; y en 1974 hizo el libro y las letras del musical Polvo de estrellas, con dirección de David Stivel y con un importante papel en el elenco que integraban, entre muchos otros, Bárbara Mujica, Jorge Luz, Marilú Marini y Cecilia Rossetto. Su mordacidad y su mirada aguda de la realidad generó un interés inmediato tanto en la escena independiente como en la comercial. Fue convocado por Nélida Lobato para que escriba el libro y las letras (junto con Jorge Schussheim) de Así como nos ven (1975), un exitazo de la diva en El Nacional, junto con Víctor Laplace y un gran elenco; y en el off compartió autoría con Gerardo Sofovich en La historia del 7, obra que también protagonizó con Ana María Cores y Reina Reech y que ya daba cuenta de su pasión por el cine. Además de escribir obras para niños como Mi bello dragón, Crema rusa y Panchitos con mostaza, fue autor de sus propias obras teatrales y adaptador de comedias musicales de Broadway como Chicago (1977), Yo quiero a mi mujer (1979, 1987 y 1993), Los productores (2005), Hairspray (2008), El joven Frankenstein (2009) y Los locos Addams (2013).
“Yo quería ser actor pero el esquema del teatro independiente no permitía vivir. Y tuve el clic cuando me di cuenta que podía escribir. No me gustaba mucho, a mí me gusta actuar. Escribir es un laburo para mí. Pero tenía facilidad para hacerlo y posibilidades de escribir obras para chicos, monólogos humorísticos, no sólo para mí, si no para quien me los encargue”, contó en 2006.
A su vez, escribió novelas y libros cuyos textos audaces y cáusticos producto de su poder de observación de la realidad y sus conocimientos cultural podrían señalarse como “aguafuertes modernas”. Entre ellos: Palabra de Pinti, los argentinos de la A a la Z; Sostiene Pinti, cómo somos los argentinos; Del Cabildo al shopping, Pinti Delivery, Que no se vaya nadie sin devolver la guita, No sé por dónde empezar, Las cosas por su nombre y Del 25 de Mayo al desmayo, la historia argentina, qué tormento.
Siempre tuvo un bagaje cultural impactante. Además de ser un lector compulsivo, estudió profesorado de castellano, literatura y latín, y durante mucho tiempo dio clases de Historia del teatro. Su gran maestra fue Alejandra Boero, de quien fue su asistente durante algunos años. En esa escuela, el Nuevo Teatro, se formó hasta los 30 años: “Le debo todo porque prácticamente ha sido mi formadora por antonomasia. Mi formación teatral ha sido a su lado y de Pedro Asquini. Realmente todo lo que se le puede deber a una personas en cuanto a enseñanzas técnicas, artísticas y éticas se las debo a ellos. Me enseñaron una manera de hacer teatro y de enfocar el arte. Le debo absolutamente toda mi carrera. Yo no pude ir a su velorio ni al entierro porque me superó. No hubiera podido estar entero ahí”, dijo. Su primera obra importante como actor fue Sempronio, el peluquero y los hombrecitos, de Agustín Cuzzani, dirigida por Boero y Asquini, protagonizada por Héctor Alterio y Rubens Correa. Allí hacía un personaje pequeño y era uno de los asistentes de dirección, junto a Conrado Ramonet. Pero no le permitía vivir de la profesión: “Tuve que empezar a luchar en la jungla del profesionalismo, no era tan fácil ubicarse y tuve que hacer algo”, decía. Además, hizo pequeños papeles en obras como Esperando al Zurdo, La chinche y Rockefeller en el Far West.
Con esa formación, se acercó a cultivar su propio perfil, el humor en el unipersonal, el monólogo. La segunda parte de su carrera comenzó con Lino Patalano, en la época del café concert, género del cual es uno de sus principales referentes. Por aquellos años hizo obras como Historias recogidas (entre 1973 y 1975), Historias recogidas II (1978-79), El show de Enrique Pinti (1980-81), Pan y circo (1982) y Vote Pinti (1983), que fluctuaban entre el café concert, el unipersonal y el music hall. E incluso hizo intervenciones en el teatro de revistas, dirigido por Gerardo Sofovich. Siempre narrando, contando las historias del cine, de la tragedia griega. Con Pan y circo, dirigido por Antonio Gasalla (para quien había escrito varios libretos como Gasalla 77), y todavía en épocas de dictadura militar, de alguna manera forjó un borrador de lo que poco tiempo después se consolidaría como Salsa criolla, pero allí Pinti plasmaba la historia del mundo, desde la llegada de los europeos a América hasta su presente pero siempre hablando a nivel internacional. Fueron diez años de gloria: estrenada el 15 de marzo de 1985, con texto, letras, dirección y protagónico de Pinti, con música de Gregorio Vatenberg, coreografía de Juan Carlos Iglesias y producción de Buddy Day, se consolidó como un éxito en el instante de su estreno, sumó casi tres mil representaciones a lo largo de nueve temporadas consecutivas, que incluyeron veranos en Mar del Plata, premios, halagos, ocho funciones semanales –de marzo a octubre– con localidades agotadas y tres millones de espectadores. Para Cipe Fridman, su gran amiga y mano derecha hasta hoy, “el éxito de Salsa criolla se debió en gran medida al último monólogo porque la gente iba a ver la obra una vez por año para escuchar lo que Pinti iba agregando y actualizando a medida que la realidad cambiaba”.
Fue uno de los pocos artistas a los que siempre se veía en la platea de otros espectáculos, atento al trabajo de los colegas. Cuenta Fridman que solo una vez lo vio muy enojado. Cuando Salsa criolla ganó el Estrella de Mar en Mar del Plata subió Pinti solo porque no dejaron subir al elenco. Al otro día, al final de la función, para el saludo, todos se escaparon por la escalera de atrás dejando solo al actor. La anécdota la cuenta Cipe: “Enrique es agua de tanque. Pero le agarró tal ataque que rompió de un puñetazo la mesada del camarín y arrancó dos ‘patas’, las telas al costado del escenario. Dijo que si eran capaces de pensar que él no los había dejado subir, no los quería ver más. Jamás lo vi ni lo quiero volver a ver así de enojado”.
Era un gran amante del cine. Durante muchos años hacía un viaje que le provocaba muchísimo placer: iba a Nueva York a ver obras teatrales, y luego a Los Ángeles a ver cine. Pero la pantalla grande le mezquinó un poco de protagonismo. Tras participar con un pequeño papel en la película El secuestrador (1958), dirigida por Leopoldo Torre Nilsson y protagonizada por María Vaner y Leonardo Favio, en las pocas películas en las que participó tuvo momentos inolvidables: en Esperando la carroza (1985), de Alejandro Doria, como Felipe, el sobrino alcohólico de Mamá Cora; Flop (1990) su entrañable Comparatti, junto a Víctor Laplace y Federico Luppi; y Perdido por perdido (1993) junto a Ricardo Darín, labor que lo mostró en una faceta diferente y dramática, por la que recibió el premio al Mejor Actor de Reparto por la Sociedad Argentina de Cronistas Cinematográficos, y en los festivales de Cartagena y La Habana. También tuvo su propio ciclo en televisión, en 1992, Pinti y los pingüinos, con producción de Carlos Rottemberg y Daniel Tinayre.
Pinti, tal vez el último de nuestros capocómicos, fue un tipo de una generosidad inmensa, no sólo con sus amigos si no también con sus compañeros de trabajo, a quienes siempre les ofrecía momentos de lucimiento y con quienes jamás demostraba un mal modo. Amaba Buenos Aires y sus lugares favoritos eran refugios, tal como el tradicional restaurante Edelweiss donde, a pesar de su ausencia durante todo el tiempo que duró la pandemia, le siguieron reservando su mesa cada noche; o aquella famosa confitería de la esquina de Santa Fe y Riobamba, donde en las trasnoches se lo solía ver a las carcajadas con su grupo de amigos y amigas.
Ciudadano ilustre de la Ciudad de Buenos Aires, ganador de dos Konex de Platino y varios Martín Fierro, se dio todos los gustos artísticos: protagonizó el musical Los productores (2005), de Mel Brooks, exitazo que duró tres años, junto con Guillermo Francella; Hairspray, en 2008, ambas dirigidas por Ricky Pashkus; y Vale todo (Anything Goes), de Cole Porter, con Florencia Peña y dirección de Alejandro Tantanian; trabajó en el teatro San Martín en El burgués gentilhombre, de Molière, en 2011; y Lo que vio el mayordomo, de Joe Orton, en 2013.
A su querido Liceo, volvió en 2015 por los 30 años de Salsa criolla y en 2017, con Otra vez sopa, donde una vez más repasaba la historia cíclica de la Argentina: “Básicamente, cuento cómo, desde hace años, en este país las cosas se repiten todo el tiempo, ésa es una de las claves de mis monólogos. Cristina acusaba de destituyente a todo aquel que la criticaba. Y ahora dicen que hay gente que quiere que al país le vaya mal. Es más o menos lo mismo. También hay muchos cambios repentinos: de una semana a otra, Massa pasó de ser amigo del Gobierno a convertirse en un impostor. Me río de los políticos porque ellos se ríen de nosotros”.
En 2019, se subió por última vez al escenario con otro unipersonal, Al fondo a la derecha, en el Multiteatro. El público ya no lo acompañó como en otras épocas y sobre eso respondió a LA NACION: “No, no es duro. Es parte de la montaña rusa que es esta profesión, ni más ni menos. Les pasa a todos, ¿por qué no me iba a pasar a mí? Yo no tengo coronita. ¿Por qué antes venía más gente? ¿Por qué era divino y sublime? No, porque caí en un momento justo, que no fue un furor de sólo seis meses sino de 20 años, en los que expresé cosas que una parte del colectivo tenía como deudas pendientes y se las ofrecí en forma graciosa y amena. Después se empezó a agrietar la cosa y apareció aquello de que estás acá o estás allá. Y yo no sirvo para eso, porque no estoy ni acá ni allá, estoy donde quiero estar. Es probable que se haya desgastado la fórmula, y que el equilibrio no rinda más. O simplemente que se hayan cansado de escucharme y yo no voy a cambiar, esto es lo que me gusta hacer y decir”.
Por todo eso que le gustaba hacer y decir, los argentinos disfrutaron tantas décadas de su forma de ver el mundo, la de un artista que, como la canción, quedará para siempre en la memoria popular.
Sus restos serán velados este lunes de 10 a 14 en el Multiteatro Comafi (Corrientes 1283), donde hizo su último espectáculo. La ceremonia será abierta al público
Fuente: La Nación