De Buenos Aires al Vaticano. De Roma a la inmortalidad. Así, sin escalas. El Papa del Fin del Mundo, el primer papa americano, el jesuita argentino Jorge Mario Bergoglio empieza el viaje menos pensado, aunque es inmortal. Es leyenda. Quedará ahí por los siglos de los siglos.
Entre un encuentro (2013) y otro (2024) pasaron varios años. Lo noté, como todos, con problemas físicos y con una desmejoría en todo sentido, menos en esa voluntad para tocar, bendecir, escuchar, sacarse una foto, alzar un niño, acariciar un anciano o preguntarle al lado a una chica argentina que estaba embarazada: “¿Para cuándo es tu fecha?”.
El primer encuentro fue, desde lo periodístico, “el sueño del pibe”: nueve ciudades europeas en pocos días, dos Test-Match de Los Pumas (Gales y Roma), la feria de eventos turísticos más grandes del mundo y…“dos encuentros mano a mano con el Papa Francisco en el Vaticano y con Messi el día que ganó uno de sus tantos botines de oro”.
Ese viernes lluvioso de 22 de noviembre de 2013 en el Vaticano fue, es y será inolvidable. Hay que partir de una simple base: no cualquiera anda por la vida conociendo un Papa. Mucho más aún, si ese Papa es futbolero y argentino.
De entrada, además de mis compañeros de ruta (Carlitos Fertonani, Santiago Amézaga y la “Vaca” Alberto Malqui), hubo un actor clave por esos primeros años de Francisco en el Vaticano: su secretario personal, el monseñor argentino Fabián Pedacchio. El Papa Bergoglio recurrió a sus servicios tras ser elegido en el cónclave de marzo de 2013 y ssegún el portal infovaticana.com, su nombre completo es Fabián Edgardo Marcelo Pedacchio Leániz (tiene varios nombres porque su padre le quiso dar la opción de que lo llamen por el cual más le guste).
Por indicación de Enrique Cruz (h) inicié las gestiones con Fabián Pedacchio: las dos llaves eran el peso de la marca El Litoral y el nombre de Gustavo Vittori, por entonces Director del diario y quien había sido alumno de Jorge Mario Bergoglio en su paso inmaculado por Santa Fe.
Los primeros cinco correos, de distintas casillas (laborales y personales), no tuvieron ninguna respuesta. Que te atiendan por teléfono, imposible. Hasta que una noche de domingo en Londres, en medio de esa gira, llegó el e-mail esperado: “El Papa Francisco lo espera a usted este viernes 22 de noviembre en una misa privada en Santa Marta para un posterior encuentro. No traiga grabadora ni cámara de fotos. Debe presentarse ante la Guardia Suiza, con su pasaporte, a las 6.45 porque la misa inicia puntualmente a las 7”. Ese mismo día, a las 11, se presentaba Italia-Los Pumas en otro sector de algo inmenso que es el Vaticano.
Contar todo lo que vino allí es volver a tener la piel con cosquilleo. La lluvia hace que la noche sea más noche, las calles de piedra, la presencia de la Guardia Suiza que te recibe, los tres escaneos metálicos previos y la inmensidad del Vaticano: estar en el lugar de las películas a punto de conocer el ganador del Oscar.
La Casa Santa Marta, custodiada por la Guardia Suiza Vaticana, fue construida originalmente para los enfermos de cólera en la epidemia que azotó Roma en 1881 bajo el pontificado de León XIII. El lugar está detenido en el tiempo y es allí donde este Papa Francisco eligió dar misa: la Casa Santa Marta. Como Jorge es Obispo de Roma, en cada ceremonia hay un puñado de religiosos de las parroquias romanas y los invitados especiales. No éramos más de 12/15 personas en total. La misa, que dura casi una hora, es en latín. Terminada la misma, el mismo Fabián Pedacchio se acerca y me dice: “Ahora vamos a una sala cercana y podrá charlar con el Papa”. Hacemos una fila corta y aparece Francisco. Todos llevan regalos que dejan y cuestiones personales que se llevan con la bendición papal. En el primer escaneo, no pueden pasar los alimentos y los metales: entrego el mate, la bombilla y los tradicionales e infaltables alfajores santafesinos. Sólo me deja pasar con una foto familiar, el Libro del Centenario y la camiseta oficial de Libertad de Sunchales.
Cuando llaman “al de adelante” y quedás “ahí”, en la espera final, las piernas tiemblan, el corazón se acelera. “¿Qué le digo?”, “¿Cómo lo saludo?”, “¿Cuánto tiempo tendremos?”. Nombrar El Litoral, su paso por Santa Fe y su “alumno” Gustavo Vittori me da un plus de 5/6 minutos más que al resto. “¿Cómo anda el Oso?”, me pregunta por Gustavo, Director del diario en ese tiempo. Le pido la bendición para una foto familiar. Le entrego el Libro, lo agarra, lo abre y lo empieza a hojear. En el mientras tanto, un fotógrafo gatilla como en las películas. Se escucha el ruido de cada click. Cuando le doy la camiseta de Libertad de Sunchales me dice “me regalaron muchas de fútbol, es la primera de un club de básquetbol”. El Papa no está apurado, no hace ninguna seña de cortar. El que se limita es uno mismo. En el final, al estrechar las manos, veo su anillo (no me animo a besarlo) y retengo para el último día en esta Tierra esa mirada con la frase: “Recen por mí”.
El segundo encuentro es distinto, tan emocionante y fuerte como el primero. O, quizás, lo es mucho más. Porque es en familia, somos todos. Padre, madre, hijos, Santo Padre. Es en la famosa Audiencia Pública, bajo techo y por dos motivos. Primero, el frío que penetra casi tanto como la figura misma. Después, por su salud, deteriorada. Ya no es el de 2013, no se mueve por sí mismo, todo lo hace en la silla de ruedas. Alguien lo empuja, lo ayuda, le da una mano. Ese señor alto, en modo custodio, hace lo que hizo Jorge o Francisco toda su vida: pensar en el otro. Ya no recibe ningún obsequio, no puede. No tiene fuerza física, pero sí la espiritual. Creo, en realidad, ya que era “cuervo”, admirador de René Pontoni y futbolero, que “jugó el alargue y no se fue al descenso” porque El sí siempre caminó con un Dios aparte.
Ahora, el que nos da el “consejo” es su amigo Guillermo Karcher, radicado en Roma hace más de 30 años, oficial de protocolo. Nos recibe en “su Iglesia”, me entrega las cuatro invitaciones especiales para la Audiencia Pública de ese 28 de febrero de 2024 y nos dice: “Si quieren que se acerque hasta su posición, le tienen que gritar fuerte ¡Padre Jorge!”. Ni Francisco, ni Santo Padre, ni Su Santidad…“Simplemente…¡¡¡Padre Jorge!!!”. Cuando aparece por ese pasillo, la receta funciona de manera celestial. Y entonces, esa figura ya cansada físicamente pero inmaculada de alma, se acerca. Todos lo quieren tocar, todos los queremos tocar. Yo lo quiero volver a tocar, aunque sea chocando la mano. La sensación es inexplicable. Es un Papa, es en el Vaticano y es argentino. Como Maradona, como Messi, como el tango, como el fútbol, el dulce leche, el mate. Es una postal criolla en el mundo. ¡Y es nuestro!.
A las cinco y pico, me despertó mi hijo: “¡Papi, se murió el Papa!”. Había dejado esta columna a medio terminar. Se lo dije a Néstor Fenoglio, a Maga, a Ana. De cábala, como todo futbolero. Le faltaba el final, estaba titulada. El Papa argentino del fin
del Mundo ya es inmortal. Para quien me dijo “recen por mí”, el pedido es simple Jorge o Francisco: “Desde allá, rezá por nosotros”. Amén.
Por Darío Pignata